Éxodo
Historia de un viaje de vuelta
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El comienzo de la tormenta.
Buenos días. La semana pasada empezamos a ver el libro del Éxodo, donde se narra la liberación del pueblo de Dios de la esclavitud en Egipto y su travesía por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida, como una metáfora o ilustración de nuestro propio peregrinar por este mundo de camino a nuestra Patria Celestial.
Empezamos recordando la llegada de la familia de Jacob a Egipto, en medio de una hambruna a escala mundial. Pero Dios había revelado por medio de sueños a Faraón que vendrían siete años de abundancia y siete de escasez. Y había preparado a José, que años atrás había llegado al país como esclavo, para interpretar aquellos sueños y ocupar el puesto de vice gobernador del poderoso imperio egipcio. José recibió a su familia, les dio una tierra donde asentarse y provisión suficiente de alimentos para sobrellevar aquellos años de “vacas flacas”.
Por muchos años la vida fue buena. Pero los vientos de las circunstancias cambiaron. Porque murió la generación que conocía a José y lo que había hecho, y vino otra que miraba con recelo y preocupación a sus vecinos hebreos.
Y los hijos de Israel fructificaron y se multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos en extremo, y se llenó de ellos la tierra. Entretanto, se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José; y dijo a su pueblo: He aquí, el pueblo de los hijos de Israel es mayor y más fuerte que nosotros. Ahora, pues, seamos sabios para con él, para que no se multiplique, y acontezca que viniendo guerra, él también se una a nuestros enemigos y pelee contra nosotros, y se vaya de la tierra. Entonces pusieron sobre ellos comisarios de tributos que los molestasen con sus cargas; y edificaron para Faraón las ciudades de almacenaje, Pitón y Ramesés. 1:7-11
Al sentirse amenazados por el crecimiento demográfico de los hebreos, los egipcios empezaron a hacerles sentir que no pertenecían a ese lugar. Utilizaron su poderío militar para asfixiarlos económicamente con altos impuestos y obligarlos a trabajar en condiciones penosas. Pero eso no fue lo peor, porque cuando la opresión no dio resultado, decidieron tomar medidas mucho más drásticas:
Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían, de manera que los egipcios temían a los hijos de Israel. Y los egipcios hicieron servir a los hijos de Israel con dureza, y amargaron su vida con dura servidumbre, en hacer barro y ladrillo, y en toda labor del campo y en todo su servicio, al cual los obligaban con rigor. Y habló el rey de Egipto a las parteras de las hebreas, una de las cuales se llamaba Sifra, y otra Fúa, y les dijo: Cuando asistáis a las hebreas en sus partos, y veáis el sexo, si es hijo, matadlo; y si es hija, entonces viva. Pero las parteras temieron a Dios, y no hicieron como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la vida a los niños. Y el rey de Egipto hizo llamar a las parteras y les dijo: ¿Por qué habéis hecho esto, que habéis preservado la vida a los niños? Y las parteras respondieron a Faraón: Porque las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas. Y Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en gran manera. Y por haber las parteras temido a Dios, él prosperó sus familias. Entonces Faraón mandó a todo su pueblo, diciendo: Echad al río a todo hijo que nazca, y a toda hija preservad la vida.
Por más conocía que sea la historia, no deja de ser dramática. Los hebreos no solamente vivían sometidos a dura servidumbre, no solamente les amargaban la vida con trabajos forzados y malos tratos, sino que literalmente eran víctimas de un genocidio meticulosamente organizado, porque Faraón había ordenado echar al Nilo a los niños varones de los hebreos.
En este contexto adverso, surgen dos heroínas, injustamente desconocidas por muchos: Sifra y Fúa. Estas dos señoras eran parteras hebreas, es decir, eran las que asistían a las mujeres en el momento de dar a luz. Faraón había pensado que ellas eran las personas ideales para cumplir su macabro mandamiento. Ahí mismo, en el momento del parto, ellas podían verificar si es nena y conservarle la vida, o si es nene, y quitársela.
Pero Faraón no tuvo en cuenta un detalle. Estas mujeres temían a Dios. Este temor no es terror, no es miedo. El temor de Dios significa reverencia y admiración. Es el sentimiento que inspira en el hombre la contemplación de la grandeza y santidad de Dios, es lo que le impulsa a adorar su persona y obedecer su palabra.
Como Sifra y Fúa temían a Dios, no hicieron caso del decreto real y siguieron asistiendo a los partos como siempre. Interpeladas por el Faraón, que veía que la cosa seguía igual, dijeron “las mujeres hebreas dan a luz solas y cuando llegamos, ya está todo el pescado vendido”. Aunque esto no era así, Dios las bendijo porque estaban obedeciendo a Dios antes que a los hombres.
Para el creyente, el mundo es un lugar tan hostil como lo era Egipto para los Israelitas. Es un sistema que yace bajo el maligno, que está armado para arrastrar o aplastar a los que no se someten a los designios del dios de este siglo, y no se amoldan a su forma de pensar y de actuar. De manera que solo hay dos caminos, sumisión o resistencia. Nosotros hermanos, estamos llamados a resistir al enemigo.
Santiago 4:7 dice: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros”. Esto no nos confiere ninguna autoridad sobre Satanás, a quien dice la Escritura que ni el mismo arcángel Miguel se atrevía a confrontar, sino que decía “El Señor te reprenda”.
Resistir al diablo es oponernos a su voluntad. Es no dejarse llevar por la corriente de este mundo, sino remontarla. No permitir que el mundo condicione nuestra forma de pensar para que amemos “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”, más que al Señor que dio su vida por nosotros.
Pero esto solo se puede lograr sometiéndonos primero a Dios. El gran secreto es temer de Dios y no tener miedo del sistema. Porque Dios guarda y bendice a los que le temen. Termino con las palabras del Salmo 33:18-22
He aquí el ojo de Jehová sobre los que le temen, Sobre los que esperan en su misericordia,
Para librar sus almas de la muerte, Y para darles vida en tiempo de hambre.
Nuestra alma espera a Jehová; Nuestra ayuda y nuestro escudo es él.
Por tanto, en él se alegrará nuestro corazón, Porque en su santo nombre hemos confiado.
Sea tu misericordia, oh Jehová, sobre nosotros, Según esperamos en ti.
Salmo 33:18-22