La fe de Habacuc

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Parte 1: Conocer al que está en el trono

Buenos días, hermanos. Esta mañana quería que reflexionáramos juntos respecto a una palabrita, de las más breves de nuestro idioma, pero que constituye la esencia de la vida cristiana: la fe.

Se dicen muchas cosas sobre la fe. Algunos la conciben como una especie de fuerza mística, un poder mágico capaz de ayudarnos a conseguir nuestros sueños más ambiciosos. Si uno logra creer con todas sus fuerzas en esos sueños, en uno mismo y en sus habilidades, será capaz de lograr todo lo que se proponga. Pero en la Biblia, la fe es otra cosa. No pone el acento en el tamaño de la fe, sino en quién se deposita esa fe. Una fe pequeña como un grano de mostaza puesta en Dios es más efectiva que una gran fe puesta en personas que fallan.

Para otros la fe es como un talismán, es pensar positivo, creer que «todo va a salir bien». Los problemas se van a solucionar. La empresa no va a cerrar. El trabajo no se va a perder. Las enfermedades van a desaparecer. La persecución va a terminar. Todo va a mejorar. Pero en la Biblia, la fe es otra cosa. No todos los que tuvieron fe vieron finales felices, basta leer hasta el final la galería de los héroes de la fe de Hebreos 11. Esos otros, que figuran después del verso 35, tuvieron fe, pero no les salió «todo bien», al menos en lo que a parámetros humanos se refiere.

Otros dicen que la fe es lo opuesto a la duda, que la fe disipa toda inquietud y que tener preguntas sobre el obrar de Dios revela alguna clase de debilidad espiritual. Según este concepto, toda pregunta sincera debe contentarse con un «esas son cosas de Dios» por respuesta. Pero en la Biblia, la fe es otra cosa. Dios nunca reprendió las dudas, sino la incredulidad. La incredulidad es la actitud orgullosa del que rechaza a Dios a pesar de la evidencia, pero la duda es la actitud de un corazón humilde que se esfuerza por creer a pesar de su debilidad, es el corazón que reconoce esta tendencia pecaminosa y dice: «Creo; ayuda a mi incredulidad».

La fe no es un poder místico para cumplir deseos, ni un amuleto para la buena suerte ni una respuesta universal a cualquier duda espiritual. Al contrario, en la Biblia vemos que la fe nace y florece en contextos de adversidad e incertidumbre. Conocemos de memoria Hebreos 11:1: «La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve». Parece que fuera una cuestión automática. Tengo fe, por lo tanto, no tengo miedo, no tengo dudas, no tengo ansiedades…; sin embargo, también conocemos la experiencia de hombres y mujeres de fe para los que alcanzar esa certeza y vivir de acuerdo con esa convicción fue un proceso difícil.

Es verdad; la fe quita el temor, la fe soporta la incertidumbre, la fe trae una paz que sobrepuja todo entendimiento. Pero esa clase de fe no se compra en el supermercado, es el resultado de un proceso que implica acercarse a Dios, porque solo Él puede fortalecer nuestra fe. Dios no rechaza al que teme, ni al que duda ni al que llora, porque Él «resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes». Un poco de fe, aunque sea pequeña y débil, puesta en el Señor, es suficiente para que Él comience este proceso de purificarla y hacerla mucho más preciosa que el oro.

Habacuc fue uno de esos peregrinos de la fe. Quizás lo que más asociamos con su nombre es la conmovedora oración del capítulo 3:

Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación.

Pero este es el final de su recorrido. El profeta comienza su camino lleno de preguntas respecto a la realidad de su tiempo y cuestionamientos sobre lo que Dios estaba haciendo y lo que no estaba haciendo. A partir de ahí, sostiene un dialogo con Dios que va transformando la mente y el corazón del profeta. La confianza inquebrantable que expresa en esa oración no es el resultado de un cambio en las circunstancias, sino de un cambio de perspectiva, de mirar las cosas desde la óptica de Dios y, sobre todo, de mirar a Dios en su trono soberano.

Seguramente muchos de nosotros también necesitamos reforzar nuestra fe en medio de tiempos tan difíciles. Si es así, el viaje de Habacuc de la protesta a la perseverancia puede sernos de utilidad. Por eso, la propuesta es mirar un poco más de cerca su libro y aprender de su experiencia en cultivar una fe perseverante.

No se conoce mucho de Habacuc, salvo lo que se puede deducir de su escrito. No hay información respecto a su vida, su familia o las cosas que hizo. Lo que sí se sabe es que le tocaron días convulsionados, cuando la caída del Imperio asirio y el ascenso de Babilonia estaban dando nueva forma al mapa geopolítico de la región. Los caldeos, al mando de Nabucodonosor, representaban una inminente amenaza para el reino de Judá, que finalmente caería el año 605 a. C.

La situación interna también era compleja. Josías, que, tras encontrar una copia del libro de la Ley, había impulsado grandes reformas espirituales, había muerto. Las prácticas idolátricas que había abolido fueron rápidamente restauradas por su sucesor y arrastraron a la nación a una espiral descendente de corrupción, injusticia y violencia. Pero Habacuc no le habla al pueblo, sino a Dios. El profeta le pregunta al Señor cómo es posible que permita tal situación y no se apresure a castigar a los desobedientes.

¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? Destrucción y violencia están delante de mí, y pleito y contienda se levantan. Por lo cual la ley es debilitada, y el juicio no sale según la verdad; por cuanto el impío asedia al justo, por eso sale torcida la justicia (Habacuc 1:2 -4).

El mundo de nuestros días no difiere mucho de aquel en que le tocó vivir a Habacuc. Día a día vemos cómo el mal avanza sobre el bien en todo el mundo. Quizás también, como al profeta, nos inquiete la aparente pasividad de Dios. «¿Por qué lo permites, Señor? ¿Qué esperas para hacer algo?» Pero resulta que Dios sí está haciendo algo. No ignora lo que pasa. Dice el Salmo 11:4: «Jehová está en su santo templo; Jehová tiene en el cielo su trono; sus ojos ven, sus párpados examinan a los hijos de los hombres».

La primera lección para cultivar una fe perseverante es conocer al que está en el trono. Es el Soberano, que hace según su voluntad sin que nadie pueda impedir sus designios. Es el Dios Santo, que juzga el pecado con su perfecta justica. Pero también es el Dios Fiel, que guarda el pacto y cumple sus promesas por amor de su nombre.

Cuando las circunstancias nos golpean y nuestra fe flaquea, la solución es levantar la mirada para ver al que está en el trono. Es el Dios Soberano, Santo y Bueno, el que nos amó primero, el que no escatimó ni a su propio hijo, el que tiene para nosotros pensamientos de paz y no de mal. El que conoce íntimamente a este Dios puede decir, a pesar de las circunstancias, como Pablo en 2.a Timoteo 1:12: «yo sé a quién he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día».

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