La fe de Habacuc
Parte 2: Tener expectativas correctas
Buenos días. La semana pasada empezamos a mirar el libro del profeta Habacuc para tratar de aprender su experiencia de fe, para recorrer el camino que lo llevó de ser un hombre lleno de dudas y cuestionamientos y a tener una fe perseverante en medio de la más dura adversidad. Recordemos que le tocó vivir días complicados, donde una invasión del Impero babilónico era inminente, y, para completar el panorama, el pueblo de Israel se había alejado de Dios y de su ley, lo que redundaba en una sociedad cada vez más corrupta, injusta y violenta.
Habacuc presenta su queja a Dios: ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo permitirás que se menosprecie tu ley y los impíos progresen en detrimento de los justos? Como veremos, Dios responde al profeta que, aunque él no pueda ver, está obrando. Está al control de la situación. Aprendimos que la base de una fe perseverante es conocer al que está en el trono. Recordar que es el Dios Soberano, que llevará adelante sus propósitos, aunque a veces las circunstancias, desde nuestro punto de vista, no den demasiadas evidencias de eso.
Antes de seguir adelante, hay un detalle que no debemos pasar por alto: que Habacuc fue a Dios con su queja. Puede parecernos inadecuado y hasta insolente, pero es lo correcto. Allá por el 2017, fue noticia que Jorge Bergoglio había colocado en la puerta de su despacho en el Vaticano un cartel que decía Vietato lamentarsi, «Prohibido quejarse». Es comprensible, porque, aunque en Uruguay la queja es casi patrimonio nacional, a todo el mundo le termina fastidiando una catarata interminable de lamentos y disconformidades. Sin embargo, Dios no tiene un cartel de «Prohibido quejarse». Si no, ¿a dónde hubieran ido Job, Gedeón, David, Marta o el propio Habacuc? Todos conocían y creían en Dios. Sin embargo, vinieron delante de Él para quejarse. Escuchemos algunas de sus palabras:
• Job dice: «¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos, y que favorezcas los designios de los impíos?» (Job 10:13).
• Gedeón protesta: «Ah, señor mío, si Jehová está con nosotros, […] ¿dónde están todas sus maravillas, que nuestros padres nos han contado? […] Jehová nos ha desamparado, y nos ha entregado en mano de los madianitas» (Jueces 6:13).
• David se lamenta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?» (Salmo 22:1-2).
• Marta reprocha: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Juan 11:21).
• Y ya escuchamos la queja de Habacuc: «¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás?» (Habacuc 1:1-4).
Son quejas atrevidas. Algunas son acusaciones injustas. Pero todas vienen de un corazón cansado y cargado. Son personas que aman a Dios y quieren confiar en Él, pero no pueden comprender su obrar. El Dios de misericordia no cierra la puerta. No manda callar, escucha. A veces guarda silencio. Otras, se inclina a explicar sus planes a simples mortales. Pero nunca rechaza al corazón afligido, porque Él conoce nuestra condición. Se acuerda de que somos polvo. Por eso podemos venir con cualquier carga que agobie nuestra alma y echar toda nuestra ansiedad sobre Él.
Frente al sufrimiento o la injusticia podemos abandonar nuestra fe y sumirnos en la apatía, podemos quejarnos amargamente de Dios ante los demás o podemos venir a Dios con nuestro corazón quebrantado, y hasta enojado, para preguntar: «¿Por qué lo permites, Señor? ¿Por qué no haces nada?». Como los discípulos le reprocharon a Jesús, que, agotado de la jornada, se había dormido en plena tormenta: «… ¿no tienes cuidado que perecemos?». «No entiendo…»
Dios no siempre ofrece una respuesta, no siempre cambia las circunstancias, pero siempre escucha con comprensiva paciencia nuestra queja y siempre extiende su gracia para que su poder se perfeccione en nuestra debilidad.
El Señor responde a Habacuc que su plan ya está en marcha. El juicio ya viene y será ejecutado por los caldeos, a quienes estaba levantando para castigar la maldad de Judá. Aunque sonara increíble, potencias militares que en ese tiempo parecían inexpugnables, como Asiria y Egipto, caerían ante ellos, y luego vendría el turno de Judá.
Mirad entre las naciones, y ved, y asombraos; porque haré una obra en vuestros días, que aun cuando se os contare, no la creeréis. Porque he aquí, yo levanto a los caldeos, nación cruel y presurosa, que camina por la anchura de la tierra para poseer las moradas ajenas (Habacuc 1:5-6).
Esto le provoca un colapso mental a Habacuc. Los babilonios eran peores que los israelitas. Eran idólatras, crueles y orgullosos, arrasaban la tierra por la que pasaban, trataban a los pueblos conquistados como peces en una red, tomaban cautivos a los que les servían y asesinaban al resto. ¿No sería peor el remedio que la enfermedad? Al final, para corregir la conducta injusta de Judá, ¿iba a permitir y premiar una injusticia mayor? El profeta exclama con asombro:
¿No eres tú desde el principio, oh Jehová, Dios mío, Santo mío? No moriremos. Oh Jehová, para juicio lo pusiste; y tú, oh Roca, lo fundaste para castigar. Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio; ¿por qué ves a los menospreciadores, y callas cuando destruye el impío al más justo que él (Habacuc 1:12).
La pregunta ya no es lo que Dios está haciendo, sino: ¿cómo puedes hacerlo de esa manera?, ¿cómo es posible que uses una nación pagana para juzgar a tu pueblo? Habacuc simplemente no concibe a los caldeos como instrumento en manos de un Dios santo. No entiende cómo, siendo «muy limpio de ojos», puede servirse de un pueblo brutal e injusto para sus propósitos y permitir que Babilonia siga agarrando cada vez más viento en la camiseta.
Muchas veces nuestra fe flaquea porque nos hemos formado nuestras propias expectativas sobre lo que Dios iba a hacer e incluso sobre cómo iba a hacerlo, y cuando las cosas no ocurren de esa manera, nos desilusionamos o enojamos. Pero el problema está en nosotros, no en Dios. No podemos asumir que tenemos la posta y Dios está equivocado. No podemos encasillar a Dios en nuestro esquema mental. No podemos dictarle cómo actuar porque sus pensamientos y sus caminos son mucho más altos que los nuestros.
Así que la segunda lección para tener una fe perseverante es despojarnos de nuestras expectativas humanas y aceptar sin reservas la voluntad de Dios. No siempre podremos entenderla. Algunas veces será difícil hacerla. Quizás no coincida con nuestros planes, pero que nuestra actitud sea como la de la bienaventurada María: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lucas 1:38).